viernes, 21 de diciembre de 2012

Fin del mundo



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Tras levantarme contemplé lo inesperado, el último día del mundo. Mi despertador no marcaba la hora, el cielo mostraba un espectacular juego de colores morados, rojizos y anaranjados. Al vestirme busqué a mi familia por la casa, no había nadie. Decidí pues salir de mi hogar aterrado por lo que pudiera encontrarme. El frío del invierno calaba mis huesos y hacia tiritar mi dentadura, cogí mi abrigo y mi gorro de lana, abrí la puerta cerrándola con llave tras salir al vestíbulo.
Una ahogante sensación de melancolía y pesar inundaban las calles, las personas no mostraban ninguna emoción exceptuando el pesar de su alma. ¿Cómo ha podido llegar a pasar esto realmente? Ninguna respuesta razonable rondaba por mi cabeza en esos momentos y adentrándome en esas calles en penumbra observé como todas aquellas personas derrumbadas psicológicamente se posaban en el suelo abandonadas, sus rostros se encontraban ocultos tras un tupido velo de negativos sentimientos. Intenté hablar con cuantos pude pero no tuve respuesta de ninguno, mi voz no llegaba a sus oídos y mi persona no alcanza sus ojos.
Toda esta sensación me absorbía… ¿acabaría como ellos?
Unas escalofriantes risas llegaban a mis oídos desde las más oscuras y recónditas calles, decidí investigar su origen, no perdía nada puesto que mi corazón ya lo daba por hecho. Allí, tras cruzar varias calles repletas de personas desperdigadas por el suelo, suspirando abatidas me vislumbré al contemplar la calle principal de mi ciudad, hexagonal y peatonada llega de personas que miraban al cielo, un cielo lleno de estrellas con dos lunas, una más grande que otra y rojizas. Mi corazón empezó a palpitar con fuerza al verlas, como si desgarraran mis huesos y quisieran llevarse mi alma con ella. Los sudores fríos recorrían mi cuerpo...

¿Era este mi fin?
¿Sería esta la verdadera salvación?
¿Los mayas al final han tenido razón?
¿Es este el momento tan esperado?

Notaba como mi mente abandonaba mi cuerpo y me desperdigaba como tantos otros había visto, por el suelo. No podía mover ni un ápice de mis agarrotados músculos o ¿sería acaso que no lo intentaba? Esta amarga sensación me estremecía así pues me dejé llevar, no quería pasarlo mal, la sensación de pesar me había devorado. 






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